11/6/12

Orgullo verde

Los Celtics del 'Big Three', seguramente el equipo más duro de la última década, murieron como han vivido, derramando hasta la última gota de sangre sobre la cancha del American Airlines Arena de Miami, donde se despidieron para siempre


Si hace unos meses hubiera contratado los servicios de un adivino y en su bola de cristal hubiera vislumbrado que acabaría reservando unas líneas de este rincón de reflexiones para alabar a los Celtics del Big Three, me lo habría tomado a broma y habría concluido, como puedo hacer sin necesidad de dar ese paso, que todo eso de la adivinación son simples milongas y me estaban tratando de timar. Y sin embargo, aquí estoy, todavía con la resaca que me ha dejado una serie mágica, de tintes heroicos, y la sensación de que ese grupo de tipos orgullosos, competidores irredentos, se nos ha marchado para siempre. Los añoraremos, seguro. Los añoraremos incluso aquellos que los sufrimos, con el corazón púrpura y oro pisoteado.

Los Celtics de Garnett, Pierce y Allen, los Celtics de Pierce, Allen y Garnett, o de Allen, Garnett y Pierce, porque no me atrevería a conceder más galones a uno que al resto, todos tuvieron su tiempo, su momento, su partido, han marcado época en la NBA. No sólo por los resultados, o por el número de títulos o finales disputadas, sino sobre todo por ese espíritu irreductible, inasequible al desaliento, a dar una pulgada por perdida, que los ha convertido en seguramente el equipo más duro, mental y competitivamente hablando, de la última década. He repudiado a los Celtics como rivales desde que tengo uso de razón baloncestística. Mis primeros recuerdos de la NBA, borrosos, incluyen aquel quinteto mítico que conformaban Dennis Johnson, Danny Ainge, Larry Bird, Kevin McHale y Robert Parish. Pero no fueron ellos quienes fijaron los cimientos de esa esencia orgullosa que siempre ha teñido de un verde militar el corazón de los jugadores que se enfundaban la camiseta de la franquicia más laureada de la NBA. Eso vino antes. O quizá siempre estuvo ahí, bajo el parqué del Garden. Ese alma soberbia, vanidosa, arrogante y colectiva la compartieron y la moldearon leyendas como Bill Russell, Bob Cousy, Dave Cowens o el eterno boss Red Auerbach. Pero desde luego, el trío de jugadores que se reunió para buscar un último milagro la noche del sábado en el American Airlines Arena de Miami ha sabido portar con orgullo esa pesada y lustrosa herencia.

Decía Víctor Hugo que "el sufrir merece respeto, mientras que el someterse es despreciable". Si es así, pocos jugadores en la liga merecen ser más respetados que estos tres. Desde el principio de sus carreras hasta el último suspiro del séptimo partido de la Final de la Conferencia Este en el que el presente tuvo que sudar sangre para echar a un lado al pasado.

La respuesta a veintidós años de sequía

Allen (36), Garnett (36) y Pierce (34) se reunieron en Boston en verano de 2007. Parecían la respuesta a la larga travesía por el desierto que habían padecido los Celtics en la década de los noventa y comienzos del nuevo milenio. Y lo fueron. Han ganado sólo un anillo, es cierto, en 2008, pero también han logrado poner fin a la época más larga que ha conocido la franquicia sin catar títulos. Habían transcurrido 22 años desde el último, el último también del Pájaro, que llegó en 1986. Con Doc Rivers, piedra angular de proyecto, tan verde y orgulloso de espíritu como sus peones, los Celtics superaron a los Lakers para conquistar el decimoséptimo campeonato de su historia. Ninguna otra franquicia en la competición estadounidense ha logrado tantas. La apuesta en los despachos de Danny Ainge, que renunció a importantes opciones de draft y sacrificó en traspasos a talentos con enorme proyección como Al Jefferson, Sebastian Telfair, Ryan Gomes o Delonte West para reunir al Big Three había resultado un éxito. Por fin se exterminaba a los fantasmas de la ansiedad que vagaban por los pasillos del Garden.


El baloncesto, en todo caso, es un deporte de equipo. Juegan cinco, más los que salen desde el banquillo. Y está claro que esta historia no se podría haber escrito en ningún caso sin los secundarios, que en algunos casos acabaron copando el papel de protagonistas. Ahí estuvo el oficio del viejo Sam Cassell, o el de PJ Brown, el trabajo destajista de Posey y, sobre todo, la aportación de los otros dos pilares del quinteto, Kendrick Perkins, que va a tener la opción de ganar un segundo anillo que los Heat le han arrebatado a sus excompañeros, y Rondo, que ha acabado por asumir para sublimar los eternos valores célticos y se ha transformado en el gran referente del equipo. Para algunos, incluso, en el taca-taca en el que se sostenían sus veteranos compañeros. Para todos, sin duda, en el hombre sobre cuyas espaldas edificar el nuevo proyecto.

Una lucha eterna contra el paso del tiempo

Lo que está claro es que el del sábado fue el último partido que jugaron juntos Pierce, Garnett y Allen, que hace dos años se quedaron a una victoria del anillo ante los Lakers, esta vez reforzados, de Kobe, Bynum y Gasol. Su fin pudo haber llegado antes. A pocos días para que se cerraran los traspasos, Boston flirteó con la posibilidad de iniciar antes de tiempo la reconstrucción. Allen sonó para los Grizzlies; Pierce, para los Nets. Pero Danny Ainge, no podía ser otro, creyó que a este ejército de legionarios remendados aún le quedaba una batalla. Y vaya si le quedaba. Desde fuera, como hater, he gozado de esta última aventura del Big Three, el verdadero Big Three, en las eliminatorias por el título. No lo han tenido fácil para llegar hasta donde han llegado, hasta exigir que Lebron tuviera que mejorar sus prestaciones de MVP para poder mandarlos definitivamente a descansar.

Allen, Pierce y Garnett bailaron su última pieza juntos. Pero la bravura con la que pelearon hasta el final incrementa todavía más la leyenda de unos tipos a los que se echará en falta, como conjunto, en la NBA. KG y Allen acaban contrato con la franquicia de Massachusetts. The Big Ticket ya no está para liderar a ningún equipo, pero aún le queda clase para impartir unas lecciones de danza en el poste bajo. Y sobre todo, le sobra carácter. Leí el otro día unas declaraciones de Keyon Dooling en las que alababa su valor en el vestuario. El base suplente de los Celtics destacaba el enorme aprecio que le guardan todos aquellos que han compartido cambiador con él. "Pregúntale a quien quieras", desafiaba Dooling, que señalaba a Garnett como el "pegamento" que hace que todo el colectivo fluya unido. También es, desde luego, el monarca del trash talking y uno de los personajes más insoportables para cualquier rival al que se enfrente, pero observando un poco el devenir de estas eliminatorias por el título, su fuerza interior, sus declaraciones, su capacidad para levantar el ánimo a sus compañeros cuando vienen mal dadas, queda claro que las declaraciones de Dooling no marchan desencaminadas.

Allen ya no es el que era, está claro. Sus porcentajes han bajado, en parte porque padece una molestísima lesión en el tobillo que le ha obligado incluso a modificar su salto para caer sobre una sola pierna cuando realiza las suspensiones. Pero es baloncesto. Baloncesto en estado puro. Su mecánica de lanzamiento debería enseñarse a los niños. Las defensas rivales, todavía hoy, conocen ese instante de ansiedad que se da cuando Jesus Shuttlesworth sale con un poco de ventaja de los bloqueos. Los analistas estadounidenses ven en Pierce, el más joven de los tres, el capitán, al único que le queda contrato en vigor, más un activo de cara a los traspasos que un jugador válido para el nuevo proyecto verde. Puede que tengan razón. Pero sigue siendo capaz de enchufarla cuando llega el momento de la verdad, cuando hay que ganar un partido. Lebron puede atestiguarlo. Fue su última víctima. Aunque a la postre, no sirvió de nada. Porque estos tipos no entienden de méritos, sólo de resultados.

Se trata de ganar o perder. Y los Celtics, estos Celtics, perdieron en Miami su última ocasión de continuar alimentando la leyenda. Vivieron orgullosamente y murieron igual. Y ahora se marchan sin que este o cualquier otro homenaje mitigue su vanidad herida. Los que los sufrimos, y en parte disfrutamos, jamás olvidaremos su capacidad para creer y hacer creer. Pierce, Garnett y Allen se echan un lado, pero la esencia eterna de los Celtics permanece ahí, latente. En manos de Rondo y de los que vengan por detrás queda ahora que el orgullo verde no deba quedar otros veintidós años encerrado en el armario.

Un resumen en tres minutos. Estos son los que se nos van.

¡¡¡Larga vida al enemigo!!!





1 comentario:

Txabeto dijo...

Pelos de punta David! Y viniendo de alguien que tiene su corazón NBA más cerca del Pacífico... le doy más valor todavía.
La rivalidad entre Lakers y Boston tiene algo especial. No los veo como los típicos rivales que desean las derrotas del otro, sino deseando enfrentarse entre ellos. Un necesidad mutua el uno del otro, una necesidad por competir.
Aunque si enfrentamos el horterismo del Staples frente al misticismo del TD Garden... no hay color jeje. I´m a celtic!